Siento las vías bajo mis pies… Mejor dicho, bajo mis nuevos zapatos de tacón de 14 centímetros. Parezco alta y esbelta, en cierto modo, parezco segura y decidida. ¡Ay! Si pudieras verme por dentro y ver cómo tiemblo cuando estoy cerca de ti…
Camino por
el andén y siento el frío de Madrid atravesar la lana de este bonito pantalón
negro, con su cintura alta y sus cuatro botones; un frío que consigue atravesar
mi precioso abrigo nuevo, que me pongo por primera vez para verte. Un perfecto abrigo
de color beige, con una fila de botones que parece ser infinita, con grandes
bolsillos y sin cinturón -¿cómo sabías que odiaba los cinturones en los
abrigos?-. Siento cómo se mueve la seda blanca de mi blusa debajo de mi abrigo
y cómo el frío se cuela entre el encaje de mi sujetador, aunque, sinceramente,
deseo que sean tus dedos quienes jueguen con él dentro de escasas horas. Lo
único que está a salvo de este frío de marzo es mi bufanda.
Y pese a
todo, siento cómo me arden las mejillas; tengo lágrimas de frío en los ojos
pero dos círculos rojos que envidiaría la mejor de las Heidi. Y sobre todo
llevo una sonrisa grabada a fuego lenta en la cara, una sonrisa bobalicona
casi, tonta, una sonrisa infinita, imposible de borrar porque este corazón mío
la ha dibujado durante algo más de dos horas mientras soñábamos juntos con el
tiempo que pasamos juntos.
Tiempo.
Destierro el atisbo de tristeza que ha aparecido por las comisuras de mi boca.
No quiero pensar en el tiempo ahora.
Ya te veo.
Me esperas con un café y un muffin de
Starbucks.
- ¡Por fin!
Me estoy helando. Te he echado mucho de menos. ¿Sólo un beso?
- ¡Te estás
helando! Vámonos, te esperan más besos.
Sonrío
traviesa.
Llegamos.
Sábanas blancas. Champán. Fruta. Chocolate y… ¡¡¡Hay un regalo para mí!!!
- ¿Y esto?
¿Es para mí?
- Enana… No
te hagas la tonta.
Es una caja
blanca con forma de rectángulo. No pesa. La muevo y no suena. Tiene un lazo
dorado que me da miedo romper y pena desliar. No huele a nada. Si la palpo, no
encuentro nada sospechoso.
- ¡Quieres
abrirlo!
Es un
vestido negro precioso. Es largo. Entallado en la cintura. Tiene dos finos
tirantes con pequeñas piedrecitas también negras que brillan un poco. No tiene
tela en la espalda. Es muy largo.
- Esta noche
vamos a una cena de gala. Irías preciosa desnuda, pero me dijeron que si no
íbamos vestidos de etiqueta no nos dejarían entrar. Anda, dame un beso y vámonos
a la peluquería. ¡Llegas tarde!
¿Un beso? Un
millón de besos. La peluquería podía esperar.
Te deseaba.
Quería tenerte conmigo. Había estado dos semanas con el frío de sentirte lejos
metido hasta el tuétano de los huesos y ahora te tenía a mi lado. Me desvestí y
te enseñé mi nueva ropa interior. Ya nada separaba tu boca de mis pechos. Mis
piernas te atraen hacia mí. Me derrito con tu aliento recorriendo mi cintura,
mi pelvis, mis muslos… El frío y el calor. El deseo y la pasión. Tú. Mi cuerpo
con tu cuerpo. Mis brazos aferrando tu espalda como si me fuera la vida en
ello. Noto cómo me recorre el placer desde la pelvis hasta el cuello, haciendo
que me acerque tanto a ti que te siento más en mí que nunca. Echo la cabeza
hacia atrás y siento llegar el clímax con un mordisco tuyo en mi pezón.
Me acurruco
entre tus brazos. No quiero ir a la peluquería. Ni a la cena de gala. Sólo
quiero estar contigo.
- Enana, nos
vamos. Llegamos tarde a la peluquería y tienes que estar esta noche radiante.
Más radiante.
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