28 February, 2013

La cena de gala (I)



Siento las vías bajo mis pies… Mejor dicho, bajo mis nuevos zapatos de tacón de 14 centímetros. Parezco alta y esbelta, en cierto modo, parezco segura y decidida. ¡Ay! Si pudieras verme por dentro y ver cómo tiemblo cuando estoy cerca de ti…
Camino por el andén y siento el frío de Madrid atravesar la lana de este bonito pantalón negro, con su cintura alta y sus cuatro botones; un frío que consigue atravesar mi precioso abrigo nuevo, que me pongo por primera vez para verte. Un perfecto abrigo de color beige, con una fila de botones que parece ser infinita, con grandes bolsillos y sin cinturón -¿cómo sabías que odiaba los cinturones en los abrigos?-. Siento cómo se mueve la seda blanca de mi blusa debajo de mi abrigo y cómo el frío se cuela entre el encaje de mi sujetador, aunque, sinceramente, deseo que sean tus dedos quienes jueguen con él dentro de escasas horas. Lo único que está a salvo de este frío de marzo es mi bufanda.
Y pese a todo, siento cómo me arden las mejillas; tengo lágrimas de frío en los ojos pero dos círculos rojos que envidiaría la mejor de las Heidi. Y sobre todo llevo una sonrisa grabada a fuego lenta en la cara, una sonrisa bobalicona casi, tonta, una sonrisa infinita, imposible de borrar porque este corazón mío la ha dibujado durante algo más de dos horas mientras soñábamos juntos con el tiempo que pasamos juntos.
Tiempo. Destierro el atisbo de tristeza que ha aparecido por las comisuras de mi boca. No quiero pensar en el tiempo ahora.
Ya te veo. Me esperas con un café y un muffin de Starbucks.
- ¡Por fin! Me estoy helando. Te he echado mucho de menos. ¿Sólo un beso?
- ¡Te estás helando! Vámonos, te esperan más besos.
Sonrío traviesa.
Llegamos. Sábanas blancas. Champán. Fruta. Chocolate y… ¡¡¡Hay un regalo para mí!!!
- ¿Y esto? ¿Es para mí?
- Enana… No te hagas la tonta.
Es una caja blanca con forma de rectángulo. No pesa. La muevo y no suena. Tiene un lazo dorado que me da miedo romper y pena desliar. No huele a nada. Si la palpo, no encuentro nada sospechoso.
- ¡Quieres abrirlo!
Es un vestido negro precioso. Es largo. Entallado en la cintura. Tiene dos finos tirantes con pequeñas piedrecitas también negras que brillan un poco. No tiene tela en la espalda. Es muy largo.
- Esta noche vamos a una cena de gala. Irías preciosa desnuda, pero me dijeron que si no íbamos vestidos de etiqueta no nos dejarían entrar. Anda, dame un beso y vámonos a la peluquería. ¡Llegas tarde!

¿Un beso? Un millón de besos. La peluquería podía esperar.
Te deseaba. Quería tenerte conmigo. Había estado dos semanas con el frío de sentirte lejos metido hasta el tuétano de los huesos y ahora te tenía a mi lado. Me desvestí y te enseñé mi nueva ropa interior. Ya nada separaba tu boca de mis pechos. Mis piernas te atraen hacia mí. Me derrito con tu aliento recorriendo mi cintura, mi pelvis, mis muslos… El frío y el calor. El deseo y la pasión. Tú. Mi cuerpo con tu cuerpo. Mis brazos aferrando tu espalda como si me fuera la vida en ello. Noto cómo me recorre el placer desde la pelvis hasta el cuello, haciendo que me acerque tanto a ti que te siento más en mí que nunca. Echo la cabeza hacia atrás y siento llegar el clímax con un mordisco tuyo en mi pezón.
Me acurruco entre tus brazos. No quiero ir a la peluquería. Ni a la cena de gala. Sólo quiero estar contigo.
- Enana, nos vamos. Llegamos tarde a la peluquería y tienes que estar esta noche radiante. Más radiante.

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