La vida se pasa y yo me muero,
me muero sin ti.
Estoy
sentada en la cama esperando poder dejar de llorar, ser capaz de no estropearme
el maquillaje por enésima vez, ser
capaz de vestirme y llegar a la cena de gala de esta noche.
Estoy
sentada en la cama con Madrid al fondo, veo la copa de los árboles de El Retiro y
si quiero, incluso oigo a los trenes entrar y salir de Atocha. Estoy sentada en
esta mísera y casi tenebrosa habitación de hotel sin ti, lo que provoca que
esto solo sea una cama y un balcón, un espejo en el que ver reflejada esta
tristeza infinita que me embarga cuando estoy sin ti.
Suena la
puerta.
Suena la
puerta, otra vez.
Eres tú. No
atino a mirarte casi. No acierto a moverme. Necesito sentir tu calor para
seguir respirando.
-
¿Qué haces
sin vestir?
-
No voy a ir
a la cena.
Ahora
estamos sentados en la cama. Estoy envuelta en una toalla blanca del hotel,
apenas se entrevé algo de la piel de mis muslos. Me caen lágrimas negras por las
mejillas. Te siento mirarme.
-
¿Qué pasa,
cielo?
En realidad,
es esa soledad tonta otra vez la que me quita las fuerzas y me roba la sonrisa,
la que me arranca tus recuerdos y me destroza por dentro. Esta soledad que
aparece cuando sé que te tengo pero no te siento, cuando sé que eres mío pero
no puedo ser tuya, aún.
-
Yo te
quiero.
-
Yo también,
alcanzo a decir.
- No, yo TE
QUIERO. (Te miro extrañada). Sí, yo te quiero. Te quiero para dormir en las
noches frías de invierno, para acurrucarme en las lluviosas de noviembre. Te
quiero para las lecturas ardientes, para las bromas pícaras. Te quiero para los
mordiscos en el cuello, para las caricias en tu barrigota, para los azotes, para los pellizcos. Te quiero para
sentir tus abrazos como infinitos, te quiero para sentirme más tuyo que mío,
para entregarte mi alma porque mi corazón te lo entregué la primera vez que te
vi.
Te quiero y no necesito a nadie
más ni nada más.